miércoles, 19 de mayo de 2010

Corazon en un Tarro

Corazón en un tarro




Por una soleada calle de La Latina, a eso de las 17 horas y 23 minutos de la tarde, pasaba una chica vestida de negro y con gafas de sol, arrastrando las chanclas. El sofocante calor veraniego churruscaba su también negra melena, que humeaba y parecía a punto de arder. Columpiando ligeramente un frasco de confitura ‘Bonne Maman', de atrás a delante, de alante atrás, iba mirando las tiendas de un lado y de otro de la calle; realmente parecía cansada. Buscaba algo. Al llegar a una tienda discreta y bastante anticuada, se paró a leer el letrero. ‘Tienda discreta y bastante anticuada -e hijos’. Va a ser aquí. Aparcó sus gafas de sol en el cogote y se acercó a un hombre de enorme barriga y un bigote digno del mismísimo Galdós, que descansaba apoyado en el quicio de la puerta de su establecimiento. Ojerosa y deslumbrada por el sol de la tarde, se colocó la mano a modo de visera y preguntó con voz de ultratumba al tranquilo barrigudo que le sonreía:

-¿Es aquí dónde se reparan corazones?- El amable barrigón respondió con un marcado acento francés:

-Oh, no; es en el local de al lado- dijo señalando con el pulgar a la pared de su derecha- pego ahoga lo están tgaspasando.

Lo que le faltaba. Ahora sí que tenía un problema. No se podía ir a una subasta benéfica sin corazón. Por protocolo; básicamente. El hombre se adentró en silencio en la oscura tienda. Ahí fuera hacía demasiado calor. La chica siguió al barrigudo mecánicamente, como esperando que él fuese a presentar la solución a su problema. Ahí dentro hacía más calor todavía. Y aunque el cogote dejó de arderle inmediatamente tenía los pies helados. Últimamente andaba destemplada. La tienda estaba vieja y sucia y tenía una solitaria columna (antaño de color blanco marfil) delante de un enorme mostrador gastado por los años. Olía a humedad y fotos antiguas, a cartas amarillentas en enormes arcones valiosos, abanicos empolillados de señorita madrileña, olía a betún del malo, a jabón lagarto, a pipa de abuelo y a perfumes antediluvianos para caballeros-fumadores-de-puros- que-además-se-echan-talco. Las estanterías tenían un poco de todo, aunque nada de este siglo a juzgar por el olor rancio y las telarañas que colgaban de un lado a otro de la chatarra. Pero no hubiera podido decir qué vendía aquel hombre. Quizá fuese una tienda de empeño. O de magos, o de masones. O de magos masones. Y esta era su sede, misteriosa y sucia. Qué calor. A quién le importaba.

- Así que traspasando…¿Y eso?- preguntó tras terminar de inspeccionar el espacio que la rodeaba.

-Bueno- habló finalmente el enorme tendero que salió de detrás de una cortina roja. Andaba hurgando en cajas detrás en el almacén.- Se lo puedo explicagg; ¡es una histogia muy famosa pog el baggio!- Apoyó sus peludos brazos en el mostrador de madera maciza, sonriente y dispuesto a narrar. La chica, más ojerosa que nunca por el contraluz de la ventana, imitó al tendero y descansó en el mostrador. Qué tipo más empalagoso, ¿qué clase de acento era ese? Y a qué delirio folletinesco estaba a punto de entregarse el muy cursi. Agachó la cabeza y miró sus chanclas. A ver si me corto las uñas. Las gafas le resbalaron hasta la punta de la nariz.

-No tengo prisa; ya nadie me espera.- suspiró finalmente. Su voz era como un cajero automático con depresión.

-Vaya, lo siento-. El hombre se sintió sinceramente concernido y preocupado. -¿Lo tiene muy goto?
 -Pues si, mire; destrozado.- Le puso el bote de Confitura ‘Bonne Maman’ delante los ojos haciéndole bizquear.

-Si, si.-murmuró él. Se giró súbitamente, dando la espalda a la chica. ¡Mon Dieu, es paga vomitagg! Se tapó la boca con la mano intentando evitar una arcada.

–No sé si tiene arreglo- comentó ella entre muecas mirando el bote con insana curiosidad. El tendero respiró hondo y se quedó mirando a la nada. (Era un hombre sensible a este tipo de cosas.) Ante el sonido de un claxon de la calle, salió del ensimismamiento escatológico en que se encontraba, murmurando algo en francés y se giró de nuevo con su mejor cara.

- ¡Oh! ¡No diga eso, señoguita!- Parecía que aquel gordito iba a empezar a dar brincos como una cabrilla. El tendero murmuró entre dientes, pobge niña, qué masacje, lo mejog segá animagla, no vaya a haseg como Doña Gegtgudis, que fileteó y empagedó su cogasón estgopeado y desde entonses ya no cgesiegon las floges allá pog donde pasaba…Pobge dama, sepultada bajo el nombge de ‘Atila’, con un hegmoso epitafio épico. Qué mujegg. El hombre volvía evadirse en sus pensamientos.

- Mige, le digé algo- dijo finalmente asomándose por encima del mostrador y mirando hacia la calle. Y tras permitirse un último comentario acerca de lo mal que estaban los geranios de la vecina de enfrente confesó:

- A mi me lo aggeglagon el año pasado pog un módico pgesio, y me voilà satisfecho. ¡Y eso que estaba hecho pedasos! Me tgajegon el gecambio de Fgansia- dijo dándose palmaditas en el pecho. La chica estaba extrañada. Creía que no estaban permitidos los recambios extranjeros.

-¿Son más caros, verdad?- se aventuró a comentar con una mano en la cadera. No se había planteado qué hacía ahí hablando con ese tonelillo, pero lo cierto es que le daba igual. Podría haber hablado con un florero o con su madre. Todo le decía lo mismo; nada. Apenas si le circulaba la sangre por esas frías venas. ¿Cómo, sangre? Horchata. Qué calor hace; estoy helada. El tendero le aseguró tajante que los corazones extranjeros duraban más, y que no veía delito en ello, por mucho que dijese la gente. Hubo un largo silencio. Se podía oír a las moscas hacer estúpidos triángulos de sobremesa. La conversación parecía acabarse ahí. Pero la curiosidad picaba literalmente al barrigón, que se rascaba la nuca buscando hacer la pregunta que realmente le interesaba sin parecer cotilla.

-Euh…y…dígame una cosa-. Acercó su enorme cara rosada al frío mármol de ella, mirándola. La chica miraba al frente, pero le veía de reojo. ¿Pero qué le pasaba a este? ¿Debía golpear esos morros temblorosos y lascivos cuanto antes? Se quedaron inmóviles un par de segundos. Por fin, el tendero le preguntó:

- ¿¡Quién se lo ha goto de esa manega, pogque la vegdad es que está hecho un ascooó!?

-Ah, eso…- bufó ella. El tendero se acomodó apoyando su flaco muslo en el mostrador con los codos en la rodilla. La chica ojerosa miró hacia arriba fijando el techo, sin expresión alguna en su voz o en su cara:

- Un artista… Ya sabe como son… Un día te ofrecen su corazón y al día siguiente se lo llevan para regalárselo a otra cualquiera. Así que cogí el mío y se lo tiré al perro.

- ¡¿Al peggo?! ¡¿Pego pogg qué al peggooo?!- El hombre movía el bigote escandalizado, poniendo los brazos en jarra y dejándolos colgar una y otra vez. -¡Los cogasones hoy en día son algo muy pgesiado!- aullaba, ¡Sobge todo los de pgimega mano! ¡Casi no quedan! ¡Son todos agtifisiales! - exclamó con desprecio.

-El mío era de segunda mano. Me lo regaló una amiga que ya no lo necesitaba-. El hombre se quedó quieto, muerto de intriga. -¿Pog qué?- susurró.

- Porque me dijo que si se lo quedaba le iba a traer demasiados problemas. Es ejecutiva agresiva.

- ¡Quel scandale!- exclamó el tendero limpiándose el sudor de la frente con el delantal. Ante esa reacción, la chica sonrió (con la mejor sonrisa que puede desplegar un ser sin corazón). La verdad es que no tenía ninguna gracia, pero el gordo estaba sudando lo suyo con la historia.

- ¿Y ahoga que usted tampoco tiene, que piensa haseg?- siguió interrogando el hombre con creciente interés. Qué cansado era todo esto, pensaba la ojerosa chica negando con la cabeza. -Pues supongo,- buscaba la definición exacta de su previsible futuro- supongo que joder al prójimo y comprar a tope. Al menos hasta que se lo arreglasen…si es que tenía arreglo. Una sonora carcajada del tendero hizo estremecer a la chica sin corazón, si aquello era posible. De qué se reía. Ese hombre le daba escalofríos extra.

- Oh, es un contjatiempo natugal- dijo él reconfortante. Negaba con la cabeza como si fuese algo obvio.- Figúgese. Yo me dediqué a acosag sexualmente a mis empleadas y a humillaglas en el tgabajo. Pegaba a mi mujeg y a mis hijos- añadió soñador. Al peggo le abandoné en una caggetega de Galisia (soy gallego, ¿sabe usted?), ahí, medio muegto, entge otgas cosas. El barrigón rió divertido. - ¡Pego con mi cogasón gesién gepagado, he apgendido a amagg de nuevo! ¡Incluso mi mujeg me dise que me he vuelto un gomántico! Yo cgeo que es pog la piesa de gecambio fgansesa - confesó a la chica en plan confidencial. Ella le miró fijamente. Ahora entendía ese comportamiento… barroco. Ella por si acaso no pediría piezas europeas; demasiado decadentes y nada exóticas. No quería acabar convirtiéndose en semejante esperpento, ahí, en un caserío andaluz comiendo ‘chucrut’ y pinchando música tirolesa para los amigos, o algo así. Quizá el gordo supiera de recambios.- ¿Y que corazón me aconseja usted?- preguntó sin rodeos.

- Yo no soy ningún expegto- confesó no sin cierta vanidad,- pego...los suisos no están mal... Mi cuñado lleva uno, y la vegdad es que no se altegan pog nada, ni fgío ni calogg. Va con su cagagtegg, ¡el muy canallaaaá!- El tendero se acordó de pronto de algo y alcanzó de puntillas una vieja revista medio escondida de la estantería que estaba a sus espaldas. Ojeó el catálogo y lo abrió por la página 46.- Ofegtas de piesas. Ogigen: Gumanía, Modelos descatalogados en ‘stock’. Aquí. Pego lo que usted nesesita es uno guso. Son gjandes y aguantan los sentimientos extgemos. Eso si, cuando se gompen, son ab-so-lu-ment igepagables...mi pgimo, que vive en Vigo…-No, no. Nada de Rusia. Tengo el hígado mal de nacimiento, pensaba concentrada.

- ¿Y usted conoce otra tienda donde reparen corazones? – cortó impaciente la chica sin corazón. De pronto el hombre se quedó inmóvil. Se acababa de dar cuenta de algo bastante evidente. Pesaroso, se dirigió a su gélida interlocutora.

- Queguida… lamento desigle que este es el último que existe-. Casi le dio risa al hacerlo. -¡Todos han seggado ya! Como sabe, los sentimientos son algo que ya no integesa a la gente de hoy en día, porggque…

¡Qué le estaba contando entonces este mamarracho y falso francés! Mientras sus pies se enfriaban del todo y se le formaban unas ojeras como bolsas de marsupial, la voz del tendero flotaba lejana por la viciada atmósfera de la tienda, en un discurso solemne:

- ¡El amogg ya no vende! (Bueno, lo venden en esos sobgesitos en el Supegg, esos que se mesclan con agua. Pego son una pogqueguía, no se los aconsejo. A mi me daban cagalega.) El sexo, el dinego y la violensia si, pego paga eso no hase falta cogasón....poggque…el amoooggg…

-Qué alentador- se dijo mirando el bote de carne picada ‘Bonne Maman’. De pronto se rebeló ante esta noticia fatal e intentó intervenir en la incesante verborrea de aquel hombre (si, ya, no, pero, ya) pero el tendero, inflamado por su discurso, seguía despotricando contra el amor en conserva y ‘tupperwares’ con sentimientos cristianos en polvo. Finalmente tuvo su oportunidad:

- ¡Pero por aquí cerca conozco a mucha gente a la que también le han roto el corazón, o se lo han perdido, o atropellado, y eso es clientela! ¡No entiendo porqué han cerrado!

- Es sieggto- concedió el hombre con seriedad- el megcado es impagable. Vamos, que no se puede luchag contga él, es demasiado fuegte, ¡tentadogg! Pego la gasón es otga-. Tras una pausa tomó aire, listo para un nuevo relato estremecedor. La chica, previendo otra parrafada interminable sobre la vida y el ‘amogg’, cruzó los brazos y se acomodó apoyándose en la sucia columna de acero. Sus gafas ocultaban una mirada de profundo aburrimiento. Total, no tenía nada mejor que hacer con su vida. El tendero levantó una mano al horizonte intentando describir un escenario imaginario. Como en un cuento para niños narró con pasión estas palabras:

-Viggilio, el dueño de la tienda, ega la pegsona con el cogasón más pugo que he conosido. Lo cuidaba con esmeggo. Tanto, que pgocugaba no enamogagse, ni apegagse a nada paga no estropeaglo. No lo usaba demasiado y así consiguió manteneglo siempre pugo y sano, (lo suyo ega una obsesión, je vous assure). Pog eso se lo quitaba a menudo. Lo dejaba en la tienda al igse a casa, donde vivía solo. Ega un soltego empedegnido. Vamos, pensó la chica, que no se comía un rosco. -Una noche,- siguió él- se coló un hombge a la tienda paga gobag cogasones y agtegias y esas cosas, y se llevó el cogasón del dueño entge otgos. A la mañana siguiente, Vigg…Vijj (el dueño de la tienda, vamos) no se dio cuenta de que su cogasón ya no estaba, o no sintió pena pog pegdeglo, ya que no tenía cogasón. Quién sabe.....el caso es que empesó a descuidag su negosio pogque no le echaba pasión (la había pegdido) y al poco tiempo lo mandó todo a la merde. Me dijo que los cogasones egan cosas de magiquitas, y que le impogtaba tges cojones- palabgas textuales- si se gompían; que había que seg listo y buscagse algo que diese pasta paga vivig como un cuga y...

-¿Un qué?- interrumpió la chica sin corazón, que empezaba a aburrirse mortalmente. El tendero dejó de gesticular y se dio cuenta de dónde estaba. La chica seguía ahí mismo, mirándole. Sus dotes de orador evangelista a veces le transportaban.

- Un cujjja. Un cccura, perdón- escupió trabajosamente. -¡Maldita egge! Y tras limpiarse la boca con el dorso de la mano peluda añadió divertido: Es que si no se me avisa, mi cogasón fgansés coge las giendas y no hay quien me entienda. ¡Son los efectos secundagios, queguida! A mi mujeg le encanta- sonrió orgulloso dándole un codazo a la pálida chica que hizo una mueca de desagrado al no poder evitar ese contacto físico. -Si. Santa mujer la que te aguanta, bigotes- gruñó ella. Ya. ¿Y que pasó después? (No es que me interese tu historia, pero ya que estamos, suéltalo)- añadió en bajito volviendo a mirar a sus asilvestradas uñas de los pies.

-Pues euh... vendió su negosio a un dudoso negosiante de la calle del Desengaño, que tgaficaba con ójganos humanos y pizzas bagatas. En fin, une calamité...

-Bien por él; un tío con cerebro……..Bueno. Es tarde. La verdad, no le voy a dar las gracias por que no me ha resuelto nada. Me largo. No me siento bien. En realidad, no me siento. -aclaró.

Se instaló el segundo silencio de moscas trianguleras.

-¿Tiene usted hambre?- sugirió ella de improviso. Y con decisión dejó el tarro ‘Bonne Maman’ de corazón picado en el mostrador. ¡Pa! Los párpados del hombre aletearon sorprendidos, seducidos por el suculento frasco rojo. Sus dedos regordetes tecleaban al aire -anhelantes- melodías de éxtasis gastronómico.

-Pues lo sieggto es que si.

Eso fue todo. La piltrafa humana se dio la vuelta y salió de la tienda discreta y bastante anticuada (e hijos), difuminándose con la luz cegadora de la calle. El barrigudo tendero rió divertido agarrándose la panza con las dos manos. Qué suerte la suya. Se asomó a la calle y despidió a modo de crucero de lujo a la gris personita que arrastraba las chanclas calle abajo.

-¡Hasta la vista, hegmosa señoguita!- gorgoteó él. ¡Ha sido un plaseg convegsar con usted! ¡Au revoir!-
 Lo último que se oyó de la chica sin corazón antes de dar la vuelta a la esquina fue ‘Jesús, qué palique’.



Fin.

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